El Año 2000

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El Año 2000

En el umbral del tercer milenio, el mundo se preparaba para recibir con expectación y curiosidad el año 2000, un momento histórico que marcó un cambio de era. La preocupación por el llamado Efecto 2000 o Bug del Milenio había generado un clima de incertidumbre en la comunidad internacional, ya que se temía que la transición a la nueva fecha provocara fallos en los sistemas informáticos y una posible parálisis en la economía global. Sin embargo, gracias a los esfuerzos de los expertos y gobiernos, el cambio de milenio se produjo sin grandes contratiempos, permitiendo que la humanidad entrara en una nueva etapa de desarrollo y avance tecnológico.

La Oscuridad y el Amor en el Fin de Siglo

La Oscuridad y el Amor en el Fin de Siglo

En la oscuridad de la noche, las estrellas brillaban, pero no quería que brillaran en el cielo, quería que brillaran a mi lado, en la tierra, para que me iluminasen las tinieblas en las que estaba metiéndome y así poder hallar la salida.

Llovía. Me dolía la cabeza. Tronaba dentro de mi cerebro. No dejaba de llover. Me costaba distinguir cuándo era de día y cuándo de noche. Cada minuto que pasaba el cielo lloraba con más impotencia.

Años atrás, me sumía en la tristeza que caracterizaba a los días así cada vez que amanecía un día grisáceo. Desde que conocí el arte y la inspiración, sobre todo desde que la conocí a ella, a aquella mujer, a aquella Musa, a la María más adictiva, mi perspectiva cambió.

Ahora, en tiempos húmedos, se despertaba mi regocijo y alegría al pensar en poder acurrucarme junto a Tessa en la cama, la alfombra o donde fuera, entrelazando nuestras piernas para saborear el momento eterno de oler el ozono mojando las calles mezclado con el perfume de su pelo mientras nosotras nos encharcábamos a la par que las nubes, poniéndonos el alma tiesa, pero no de espanto, sino de excitación.

Porque de su poesía era una presa. De sus ojos, el azul turquesa. De su pelo, el candor que el sol todos los días profesa. De sus besos sabía que acabaría como una obsesa. De su tierna entonación —que me pilló por sorpresa— era la más fiel feligresa. Y de sus fantasías soñaba con ser la pared, la lavadora o la mesa.

Porque estaba lloviendo y hacía un gran día para que nuestros corazones tuvieran un orgasmo.

Toda la alegría se interrumpía cuando recordaba que, algunas veces, me sentía como si Tessa y yo fuéramos dos actrices de cine clásico que, solo fingiendo, sabían ser sinceras la una con la otra. Como si todo lo que nos rodeaba fuera felicidad muda seguida de una depresión que solo se cura con humor terapéutico.

Tessa era como una quimera de oro porque mi mayor fantasía era cubrir por las noches mi cuerpo con sus cabellos dorados. Estaba tan harta de huir de mí y mantener mi amor en conserva.

Cuando encontraba migajas de valor, casi me arriesgaba de mil amores a abrir la caja de Pandora y preguntarle si le apetecía que tomáramos el atajo de las baldosas amarillas para ir a cenar una sopa de ganso una noche cualquiera en Casablanca, por ejemplo, con la esperanza de que me dijera que sí.

Por el camino, podríamos recoger lo que el viento se llevó junto a la lluvia la tarde que nos despedimos bajo la pancita de sus nubes. La brisa se apropió con prisa de uno de mis más robustos latidos y lo sigue zarandeando sin compasión en atrevidos remolinos, como guiado por un ángel de la calle.

Si lo encontrara, podría meterlo de nuevo en mi pecho y usarlo para revelarle con valor que quería confesarle cada lágrima que lloraba por atesorar en silencio mi amor. Que, de tanto llorar a hurtadillas, se me iba a salir el corazón por los ojos.

Seguro que eso la invitaría a pensar que yo era una adicta a vivir dentro de una gran ilusión, pero siempre me he guardado el as de la respuesta cabezota: solo se vive una vez y, en lo que al amor se refería, ya no quería seguir las reglas del juego porque ya no seguía el guion.

Era cierto que podía dar la sensación de que exploraba con ahínco todos los horizontes perdidos. Quizá algún día, de tanto mirar al infinito, pudiéramos compartir el amanecer que buscábamos en el mismo sitio, aunque durase solo una semana de veinticinco minutos.

Prefería existir en un mundo en blanco y negro antes que seguir siendo la coprotagonista de una película muda. Siempre que la he mirado he sentido que el mundo marcha. Por eso siempre he afirmado que ella era mi país de las maravillas, aunque no se llamase Alicia.

© Sara Levesque

Patricia Martínez

Hola, soy Patricia, autora en El Noticiero. Me apasiona compartir las noticias más relevantes de actualidad, tanto a nivel nacional como internacional. Mi compromiso con la objetividad y la rigurosidad en la información es mi principal prioridad. ¡Te invito a descubrir las últimas novedades junto a mí en este periódico independiente!

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